miércoles, 27 de agosto de 2008

OMBLIGO CIEGO DEL UNIVERSO


EL OMBLIGO CIEGO DEL UNIVERSO

Anotaciones de lectura sobre las Obras (In)-Completas en un solo volumen, de Borges Acevedo Jorge Luís (1899-1986), (Alianza Editorial, Madrid, 1974).


“Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.

(J. L. Borges, “El Hacedor”, 1960)


1

Con los ojos ardidos de desvelo, agotamiento y garambainas pre-sentimentales peleé por leer las esforzadas gimnasias de trasnoche de Borges. El viene juntando poco a poco sus pedazos de una región mítica. Lo que este mismo Buenos Aires por donde callejeaba pudo haber sido en su infancia. En la infancia mítica de la ciudad, quiero decir. Vemos cómo, desde una inquietud planteada en verso en los primeros dos libros (Fervor de Buenos Aires, 1923; Luna de enfrente, 1925), desde una actitud descriptiva, paisajista local, a la manera de Maurice Utrillo, se va pasando, en el tercer libro (Inquisiciones, 1925) a profundizar en prosa, a aprovecharse de su propia plataforma primeriza, en unos desarrollos anecdóticos o teóricos nutridos por mucha riqueza de subsuelo. Y estas construcciones de dos pisos, Jorge Luís las puebla de gente, de personajes renombrados o anónimos (que a veces es lo mismo). Así, viene cimentando un espeso suelo semántico, y sobre la superficie borda nuevas acrobacias estilísticas, con una soltura magistral en el malabarismo de las connotaciones múltiples que le ofrece nuestro idioma.
2
En el terreno literario, Borges es una comprobación y un hallazgo. Ya explicaremos luego. En cuanto a sus empecinamientos por empantanarse en ciénagas filosofantes, éstos serían merecedores del sumario cadalso que Borges, a su hora, destinara para menospreciar la sal gruesa del caracol dariano. Sentencia de ciego, a quien siempre supondremos, de algún modo fatal, más cerca de la justicia.
Impresiona por demás aquel otro empeño juvenil por urdir la patraña de “la argentinidad”. Mentira sobre mentira, cada vez más perfecta, hasta que resulte infinitamente incontrovertible, aunque nunca llegue a ser verdad completa, sino ficción colectivamente necesaria, conveniente para nuestro engendro, para el Frankenstein de la nacionalidad. Endriago colosal, hijo del subconsciente colectivo y de la retórica patriotera, aunque un tanto trasnochado siempre, respecto al ritmo de los relojes europeos.
3
Borges todavía, 300 páginas leídas. Superamos un escollo farragosísimo, la región más empinadamente erudita, la de más evidentes ambiciones intelectuales (y por eso mismo, a veces, la más fácilmente vulnerable). Nos adentramos por un terreno de referencias filosóficas conocidas. Lo que sería apenas relectura, pero ahora con nuevas perspectivas. Por aquí habría un codo, un viraje radical, un corte conviccional, contenido entre el fárrago de estas últimas deposiciones filosofastras, y los alegatos precedentes. Es decir, notemos una apostasía de la argentinidad lugonesca, evaristocarriegana. Aquí se vuelven evidentes (señores ciegos, que me estáis espiando) varias puntas de secuencia: Una, por la internacionalidad deliberada de los temas, por la escogencia del título de este libro de 1935 (Historia Universal de la Infamia). Dos, por cierto cinematografismo erudito y literario. Quiero decir, que toda esa escenografía louisianense de Lazarus Morell se nos antoja libresca y artificial, paisajes de plástico teñido y de cartón pintado, puro truco escenográfico. Lástima que sea así. Cuando aquel muchacho exhumador de Evaristos, Estanislaos y Macedonios, argentinista, argentinizado y argentinizante convicto, comenzaba a simpatizarnos, él decide renunciar sumariamente a sus anteriores posiciones de principio.
4
¿Qué se proponía Borges con tan empecinado quemar de pestañas contra tanto texto filosófico? ¿Conseguir una simple aunque ardua familiaridad? ¿Dotarse con eruditos tonos doctorales? Honrar la herencia de sus lecturas inglesas infantiles, nos alega usted. Resulta conmovedor que este argentino, sin ninguna pasión por las ejercitaciones musculares, ni por la religión de los estadios y los hipódromos, vaya quedando ciego de tanto leer a Orígenes, a Séneca, y luego el Parménides, la República, la Etica Nicomaquea, los comentarios de Averroes, y encima Leibniz, Condillac, Hume, Berkeley, Nietzsche, Schopenhauer, más todas las traducciones inglesas de Homero y de Las mil y una noches, las fantasías cosmogónicas de Olaf Stapledon, las sagas nórdicas, las antiguas literaturas germánicas; y todavía, por si fuera poco, las obras completas de Thomas de Quincey, Carlyle, Wilde, Chesterton, Johannes Becher, los cuatro tomos de correspondencia de Gustave Flaubert, más Dante, Ariosto, Cervantes, Quevedo, Shakespeare and company, “y otros etcéteras y etcéteras”.
Jorge Luís exhibe estas proezas, estos alardes de vitrina de erudición. Además de enlazarnos con aquel mundo bibliófilo rubendariano, o de Leopoldo Lugones (con su culta señora al lado, como en la epístola de nuestro Rubén). Borges salta al palenque listo y peinado para competir en las exposiciones internacionales, como nuestro campeón en extravagancias de lector maratonista americano. Pero esto es pura vitrina. Otra historia es preguntarse (favas fora) ¿a qué se aplican en concreto esa erudición pantagruélica y esa aparatosa maquinaria conceptual, pergeñadas en tan enconadas lecturas filosóficas? Se destinan al examen, en primer lugar, de sus mismas tripas. Una vez que la argentinidad, como concepto axial, ha culminado en apostasía. O, lo que de repente puede ser lo mismo, a la reflexión sobre (o contra) toda clase de espectros inocuamente universales, en abstracto: el Tiempo, el Mal, la Eternidad, la Muerte, Dios, las Pasiones del Alma. Todo con iniciales mayúsculas, como sucede entre alemanes.
(Todo esto lo pensaste más dormido que despierto, con las convicciones tan revueltas y confusas como los mismos cabellos de tus parietales, con la cabeza giratoria hundida en el légamo soñoliento de la almohada, con la mente empapada por la espuma amniótica de tus sueños recientes. Fueron estas ideas las que te dieron el clarinazo de urgencia, para que te levantaras a escribir, a determinar el saldo y los cocientes de estas primeras 300 páginas de Jorge Luís Borges, consumidas en un mes de lectura).

5
Nuestro personaje ficticio es un belletrista criollo que relee obsesivo y admira con ojo crítico a Jorge Luis Borges, hasta el punto de salir a conversar a la terraza con su fantasma, en las noches de plenilunio, de perseguir policialmente las menudas intrigas de su propio entorno, o de discutir con la sombra espectral del autor de Las Ruinas Circulares, durante largos callejeos al crepúsculo, mientras examina y consigna mudanzas, reticencias, fijaciones características, en el semblante de las barriadas de su propio vecindario.
“Por qué usted, Borges, habría podido ser ciudadano masayés?”
“Por laborioso y por falaz, por golillero, por alegador, y por fachentamente ingenuo al final. Porque acaso mordemos el fruto más logrado de toda su fragua ambigua e híbrida, filosofante y mitómana, cuando (en la página 451 de sus precoces Obras (in)-Completas) repasamos el relato Las Ruinas Circulares. Nos encontramos ahí con una ficción limpia, pulidamente aséptica, despojada del lastre de aquella retórica bibliotecaria, bibliófila y bibliomaníaca, que emborrona el fárrago de sus páginas previas. (No sin la excepción de ligerísimos deslices, estamos de acuerdo). En total, en las páginas precedentes, reunimos un cúmulo de fatigosos ejercicios espirituales, que tampoco parecieron dar más resultado que recamar los pormenores de un oficio que bien podría ser más simple, sin necesidad de apelar a justificaciones extremistas”.
“Su reino, Borges, es apenas un precario interregno, una franja, una filera de playa, asentada en algún punto neutral, ubicado a medio camino entre los grandes piélagos de la literatura y la filosofía. No man’s land. Lo suyo, Borges, no es carne ni es pescado, pero es capaz (en cualquiera de ambos casos) de vendernos gato por liebre. Aunque… ¿no se pierde usted un poco demasiado en ejercitaciones puramente estilísticas? ¿No debería usted haber tenido más cuidado con las desastrosas autopsias que podrían practicar, encima de sus restos literarios, los estudiantes de las facultades filosóficas, maestro?”.
6
Tus reparos, lector sabido, son en cambio estilísticos. Fijate bien. Borges, leído en bloque, en orden, en dosis congestivas, podría resultar menos aburrido que incómodo. Un escritor que en la mayoría de las ocasiones nunca termina de encontrar el hilo literario. Con el agravante de que parece complacerse con dejarse arrastrar inerte hacia falsas disertaciones profesorales, hablando desde el ombligo del centro cosmopolita de un universo enano, que yace al alcance de nuestros bolsillos. Discurso dirigido, por lo tanto, a un público “universal”. Para todo lo cual no se necesita pasaporte, ni reivindicar pertenencia a ningún tiempo, ni clase social, ni familia, ni partido político, ni secta religiosa, ni suelo patrio alguno.

De todas maneras, nacionalidad, familia, religión, partido, todas son puntadas que se dan de sí, inexorables, y que se nos hilvanan espontáneas, por sí mismas.
7
Vigésimo noveno día de esta cuaresma. Lectura madrugadora: Borges todavía. Al llegar a la altura de la página 460 y tantos, la redacción borgiana pareciera haber partido de una de tus más entrañables preocupaciones de escritor. ¿Vos mismo no urdiste alguna vez (que fueron varias veces) unas anécdotas abstrusas que, en medio de su inocencia estilística, habrían sido morfológicamente idénticas? Leés ahora estas páginas borgianas, así entendés y asumís la sensata economía de esfuerzo que significó no concretar aquel acto fallido de tu imaginación.
Borges llega a demostrar una rara virtud, no que cada historia sea idéntica a las que la preceden o suceden, no es ni siquiera que haya un estereotipo, unos garabatos infantiles, arcaicos, dominando el fondo de cualquier redacción adulta. Pero algo de eso se insinúa siempre. Conozco las voces de esa lógica desolada, escondiéndose debajo del fantasma redactor de los más respetables ciudadanos de aquellos sures, de aquellos pagos australes.
Por debajo, entre líneas, insiste una anécdota solapada, simple y testaruda, que subyace sofocada por todos los disfraces superficiales aparentes: la realidad plañidera de un ciego que interroga tercamente al mundo por las razones últimas de su destino. Un ciego que ha debido renunciar al alto cargo hereditario que le habrían legado los Daríos, los Lugones, los Huidobros, los Carriegos, los Groussac, los Macedonios, para hundirse en las tinieblas y penumbras progresivas de su propio laberinto, de su infierno personal, pagadero a plazos. Por tanto: A la mierda la argentinidad. Jódase la argentinidad y jódanse los argentinos. Hablemos, en cambio, del hecho trascendente de la ceguera universal, insistamos en el ombligo ciego donde se concentran todos los significados del Universo. O sea, analicemos las costillas, el bofe, las tripas y otras vísceras de nuestro personal destino.
Se trata pues, en suma, de la misma tesis que defendía el doctor Teofrasto Talavera. A saber: que toda la literatura de este mundo gira empecinada alrededor de dos o tres temas ineludibles. Lo demás es asunto de metonimias.



(Desierto Municipal de Managua, marzo de 1993;
Desolaciones de Tegucigalpa, agosto de 2008).



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