sábado, 6 de septiembre de 2008

SAVIA FLUYENTE








ESPECTRO SINFÓNICO VECINAL

Es este uno de esos momentos cuando la naturaleza evidencia un comportamiento de conjunto, un sentido orquestal, una lógica sinfónica que va más allá de lo meramente sonoro, para inmiscuirse sin escrúpulos en la esfera de lo visual. Porque hoy por ejemplo no trinan los pájaros ni cantan las gallinas, en cambio amanece nublado y lluvioso, blurred colors on the air. Para no hablar de las tristezas que chorrean el alma de los toreros, los carteros, los aprendices de panaderos, los soldadores autógenos y los visitadores médicos de las comarcas rurales, señor.

Por otra parte (que es todavía la misma parte de siempre) unas ideas muy desgastadas, muy erosionadas por una aburrida tristeza, dan vueltas y vueltas alrededor de sí mismas, como si su desconsuelo fueran las aceras del parque parroquial de Ocotal, o de Santa Cruz de la Sierra, si usted prefiere, señor.

En cambio, cantan sus sueños unas canciones que habría que acompañarlas con escofinas, con transformadores de alto voltaje, con perforadoras neumáticas, con palas mecánicas, con motosierras en escuadrón. Para luego sumarlas al estruendoso saldo infernal de nuestros vecinos del fondo, que existen dueños de un radio con cuatro bocinas, que perfectamente se ubicarían en el peor de los círculos de tortura del más allá, sin timidez ni desmedro, señor.


(Mañanita del jueves 150695).









UN CABALLO ES UN CABALLO

“Miserere di me, gridai a lui…”
(Dante, Inferno, I, 65)

Saben las piedras de palo unas historias que ningún transeúnte sospecha. Una vez pasó un mendigo que se llevó en un costal todos los años en que vos nunca volviste (dijo el bolero), arrulladora de mi sobaco. Dentro de un sobre aéreo se llevó todo el cielo que cabe debajo de los puentes de Tegucigalpa, y regresó meses después con la lengua ciega por la sal de unos versos, en el extremo de la misma inmensidad que ya sabemos todos. Mientras duraban los calores y los sudores (nada más por rimar) de mil novecientos exactamente cuándo, precisamente entonces.

Existe una manera de alcanzar la dicha que tampoco tiene ruedas. Y existe que cierran de madrugada las cantinas favoritas de nuestro corazón, dijo el bolero. Cuando el correo no necesitaba ni caminar tan lejos, después que degollamos al caballo de la posta, con motivo de las fiestas de diciembre y acaso por capricho del destino, dijo el bolero.

Aquel mendigo en realidad no era nadie, al mismo tiempo que era tu otro yo, que viene a ser lo mismo. Sus herramientas eran el almuerzo con fideos, la vida con espuelas, y los programas filantrópicos que tampoco nos consuelan, para variar.

Y ninguno tampoco piensa inútil precaver que hasta los mendigos imaginarios sepan bailar el ajedrez, como sólo saben los buenos. Para este fin resultan tan eficientes nuestras ciudades. Pero al que le falten alas (para entendernos, aunque fuera de soslayo) tampoco hay que despreciarlo.

Después regresó el caballo, con el capricho de sus tripas alojadas en un estuche especial. (Los caballos siempre regresan. Por eso nadie los mueve de aquellas páginas donde están). Cuando está todo así, tan apretado y casi maduro, apenas podemos conversar con tanto ruido que sucede a nuestro alrededor, mientras los ríos llevan agua hacia donde la gente tampoco se preocupa por averiguar. (Tal vez porque ya se sabe, desde la escuela primaria, que todos los ríos corren apresurados hacia el océano).

Desvelados lectores de la Biblia, bautizadores anónimos de infinitos mundos, tropezadores de todas las aceras de este siglo, ¿cuántos capítulos inéditos habremos cocinado de puntillas? ¿Cuántos millones de puntos y seguido nos darían el fruto de una sola respiración? Mientras no exista aquel viernes que nos limita por frontera. Mientras no termine de acabársenos el mundo, porque ese día llegará, dijo el bolero.

Estas letras (desesperadamente sin música) piden auxilio. Pero que no lo note nadie. Mucho menos aquellas personas que tampoco nos pudieran misericordiar.

Y allí estarán los menesterosos, velando por la salud del caballo durante las cuarentenas y las cuaresmas de su primera comunión, a todo lo largo del verano y la primavera, junto con el ombligo feroz de los tiburones y el aliento épico de las tarjetas postales. Por que ese es su oficio. ¿No es verdad? Un caballo es un caballo, por mucho que sudara el culo de nuestro Quevedo y Villegas.

En otras palabras, cuando vos advirtás que dos albañiles conversan trepados en un andamio, poneles las dos orejas y dales todo tu corazón, dijo el bolero. Porque los albañiles en el andamio están más cerca de Dios, y desde su divisadero pellizcan el cuero de los animales mayores de la Verdad ("avec ses anges pleurantes" como dijera aquel) con mejor modo y mucho más maña que aquellos que tanto hemos estudiado para evangelizar al nivel de las aceras y las cunetas. No lo dudés.

Atentamente, tu vigilante, tu penitente, tu ánima en pena:.

Pedro León Carvajal.
(el firmador)


(Noche del viernes 090695).

ELLA ES LIBRE


"Me provoca urticaria oírla hablar horrores contra "la burguesía". Como si ella misma no estuviera amarrada por todos lados (por relaciones directas de consanguinidad) con lo más graneado entre los propietarios de los exclusivos repartos residenciales y de los centros comerciales del distrito sur capitalino. En el fondo, a las horas decisivas, en las situaciones cruciales, ella también reproduce las actitudes básicas, los modales, la moral, la ideología, el lenguaje y hasta los tics nerviosos de aquella gente. Son situaciones que te marcan, para toda la vida. Son manchas indelebles, que no se borran simplemente a causa de una empecinada manifestación de voluntad, o por la fuerza irreprimible de tu temperamento."

"Claro, ella ha luchado por liberarse, por emanciparse. Se viste, se despeina y se maquilla como una gitana (como una pelandusca vagabunda, opina su mamá), sale sola, se pierde, no regresa, trasnocha, baila descalza, se emborracha, fuma hierba brava, y luego resulta metida en enredos maritales con poetas peso mosca, con pintores mariguanos, con baladistas sin oficio, con rocanroleros, raperos y otros especimenes de juglares y saltimbanquis. Así, en ese tren de vida, ella resuelve su existencia autónoma durante largas temporadas, persiste alejada de su circo familiar. Así se aventura fuera de la reserva ecológica de su lujoso reparto residencial, así explora otros mundos, otras dimensiones de la realidad, y así logra sobrevivir durante algunos meses por su cuenta y riesgo propios.

Por lo menos mientras no le va tan mal, porque cuando la vida le propina algunos bofetones demasiado brutales, cuando la tratan a patadas y empellones aquí en estos inframundos, ella regresa cabizbaja y contrita hasta el redil doméstico. Sufre la humillación de fingirse arrepentida. Acepta pasivamente cambiar de aspecto, de actitudes, de maquillaje y de vestuario. Entonces languidece, sufre en silencio de insondables depresiones. No sería ninguna sorpresa si en una de tantas le diera por el misticismo, si terminara presa y convicta en una cadena de devociones, penitencias y retiros espirituales. Si no es que, durante una de esas lagunas de desaliento, termina casada con algún besugo de saco, corbata, automóvil del año y tarjetas de crédito Visa y Mastercard”.

(abril de 1990)


REGRESO DE GRANADA

Dos mujeres morenas conversaban a tu lado, mientras afuera discurrían, en escalonadas perspectivas, las propuestas de paisaje que filtraban las ventanillas de aquel bus, en el que regresaste esta mañana de Granada. Que el mango rosa estaba a un peso la docena, aseguró una de ellas, pero que la gente ni así de barato lo quería. "Es mala carga el mango", concluyó la otra, como quien hubiera dado con las raíces de un proverbio. Vos les mirabas las manos curtidas y callosas a las dos mujeres. Una de ellas debería andar alrededor de los cincuenta, la otra tendría acaso veinte.

La mujer joven contaba ahora el caso de un chofer de bus que no había querido aceptarle pago por el transporte de su canasto de frutas, ni tampoco por el pasaje de su niña. Desde que me dijo "Ahí después nos arreglamos", yo ya sabía que no me iba a cobrar. Lo que no me figuraba era lo que después, en cambio, el muy lépero quiso exigirme.

Mientras afuera desfilaban los exacerbados verdes del paisaje. Era temprano, estaba todo húmedo de rocío, la tierra, las piedras, los follajes. Desfilaban raudos: postes, pétalos, peñascos, explanadas, pastizales, paredones, pequeños puentes, terraplenes. Todo forrado de unos verdes como tejidos minuciosamente a mano. Una tropilla de vacas era arriada por el trote ocioso de unos caballos sueltos, que con el hocico casi empujaban a las reses por las grupas. Caballos, vacas, paisajes quedándose a lo lejos, que parecieron haber cabido en la palma de tu mano. Rimas peregrinas, imágenes errantes, figuras de lenguaje que andaban sueltas rodando por el mundo.


(martes 230791)



EL AMOR CONCRETO
(tocata y fuga)

La existencia material de nuestro amor se concreta, se definen los tornillos del término, se perfila y refina su concepto, se ponen en marcha sus engranajes y correas de transmisión, funcionan sus compresores y centrífugas, giran sus rodillos y filtran animadamente sus rejillas, resuella en bloque la estructura de su planta física, palpitan sus mecanismos de recuperación de desechos, se concentran sus tanques de oxidación en un reposo ferviente y febril.

De tal manera, que vira amor nuestra pitanza apresurada y exigua, son amor las rutinarias faenas cotidianas, son amor las sillas giratorias, las archivadoras y las gavetas de los escritorios, son amor unas esquinas de corredor donde doblamos apresurados, son amor el desvelo, la fatiga, y el tedio habituales, es amor la playa de estacionamiento, el portón del garaje, los baches del pavimento, la apasionada combustión interna de los motores, es amor el solazo veraniego, son amor el calor, el sudor y el polvo. Y son amor puro los engranajes que mueven la maquinaria industrial que despereza los légamos hondos de nuestros sueños olvidados.

Porque nuestro amor, además de haber precisado de cuarenta quintales de hierro en varillas de construcción de ¾ de pulgada, de veinticinco libras de alambre de amarrar, de 146 quintales de cemento, de 48 láminas de cinc (de 24 pulgadas de largo), de sesenta cuartones de madera de cedro (de tres pulgadas de ancho por cinco varas de largo), de quinientos cincuenta estribos para columnas de cuatro varillas, más veinte docenas de alacranes de hierro, treinta y nueve libras de clavos de tres pulgadas y diez libras de clavos de cinc, ocho litros de tapa-goteras, 16 camionadas de arena, catorce metros de grava, 64 metros cuadrados de ladrillos mosaicos y dos mil cuatrocientos bloques de arena... Nuestro amor ha necesitado igualmente de licitaciones, de proyectos, de presupuestos y de contratos, de asambleas y talleres, de agendas, de colaboraciones interinstitucionales, de una amplia base social, de sindicatos y líderes sindicales, de metas y de programas, de estadísticas y cláusulas, para no hablar de sentidas (y resentidas) reivindicaciones de género.

Es así que nuestro amor actual se ha nutrido y ha crecido, hasta alcanzar un tamaño que a veces pareciera adulto, voluntarioso y tenaz. Irreversible e incontrovertible. Aunque poco después mengua bajo la luna nueva, languidece y retrocede en resaca, se desvela, tiene ojeras, padece de malos humores y de agruras. Sin encontrar para nada explicaciones ni justificaciones exactas. Se arrincona unos lapsos, se escabulle, se huraña, tararea sus solfas menores, se distrae, titubea de brújula, y al final se aburre, se fastidia, y ansía emigrar, se desespera por cambiar de elenco y anhela inmensamente mudar de escenario. Hasta que termina odiando minuciosamente los términos originales de su primera definición. Entonces, da la media vuelta, y “se va con el sol cuando muere la tarde”.

Persiste durante un tiempo indefinido un timbrar infructuoso de teléfonos, en unas plantas físicas desoladas, como si algún huracán les hubiera borrado violentamente los letreros que identificaban sus paredes, y como si el amor difunto hubiera quedado esperando que algún violinista, tísico o leproso, viniera algún día a rebautizarlo con la celebridad póstuma de uno cualquiera de sus valses.

(Sábado 180395).